TransAlpes MTB (II) Courmayeur – Merano

VIAJES I 881 km I 23.965 m+

TransAlpes II Courmayeur - Merano

GIGANTES ALPINOS

NACER, CRECER Y VIVIR EN UN REMOTO, TRANQUILO E IDÍLICO VALLE ALPINO, RODEADO DE FRONDOSOS BOSQUES Y MONTAÑAS INEXPUGNABLES, TIENE SUS RIESGOS. TARDE O TEMPRANO, UNO SIENTE EL IRREFRENABLE IMPULSO DE DESCUBRIR QUÉ HAY MÁS ALLÁ DE LAS MURALLAS DE ROCA Y HIELO QUE OCULTAN EL HORIZONTE.

Texto y fotos: Sergio Fernández Tolosa & Amelia Herrero Becker

Hubo un tiempo en que cada valle era un mundo, y para viajar entre esos mundos aislados y vírgenes, sin carreteras, sin túneles, sin teleféricos, sin helicópteros, había que caminar por tortuosas sendas durante jornadas enteras, respirando el aire fino de las alturas, atravesando ríos, nubes, tormentas…

Los tiempos han cambiado, pero hoy partimos de Courmayeur con el firme propósito de recuperar algunos de aquellos viejos trazados que comunicaban aldeas de distintos valles, en busca de los que la suerte y el destino han conservado simples, pedrestres y añejos. A la sombra de gigantes alpinos conocidos como Mont Blanc, Cervino y Monte Rosa, reanudamos nuestra travesía transalpina.

DISPUESTOS A AFRONTAR EL RETO, TRASLADAMOS TODO EL EQUIPAJE PESADO DE LAS ALFORJAS A LA MOCHILA DE 40 LITROS QUE LLEVAMOS PARA ESTAS OCASIONES, NOS CALZAMOS LAS BOTAS DE TREKKING Y EMPEZAMOS A CAMINAR HACIA EL COL DES FONTAINES Y EL COL DE NANNAZ.

RECORRIDO
881 km

Desde Courmayeur a Merano, partiendo de los pies del Mont Blanc en dirección al Cervino y el Monte Rosa, para luego cruzar a Suiza, descubrir sus redes cicloturistas y regresar a Italia a las puertas de los Dolomitas.

DESNIVEL
23.965 m+

Opíparo festín de ascensiones. Algunas de ellas, forzosamente a pie –es lo que se conoce popularmente como 'hike-a-bike'–. Por supuesto, los paisajes y tranquilidad de las alturas compensan hasta el más titánico de los esfuerzos.

DIFICULTAD
5/5

Itinerario de naturaleza 100% alpina que requiere dosis extra de paciencia, motivación y resistencia física y mental, pues el deseo de evitar al máximo las carreteras implica superar algunos collados con largos porteos.

ATRACTIVOS
☆ ☆ ☆

Vivaquear en prados de alta montaña con las cumbres del Mont Blanc, el Cervino, el Monte Rosa o los Dolomitas como escenario, cruzar la región walser, entrar a Suiza por un remoto paso de singletracks ciclables...

CRÓNICAS DEL VIAJE

Tras ocho días de caminata alrededor del macizo del Mont Blanc –Monte Bianco para los italianos–, las bicis nos aguardan impacientes, tal y como las dejamos, atadas con nuestro inseparable candado Abus, en el balcón de la habitación número 6 de la Pensione Venezia.

El trekking del Tour del Mont Blanc, de unos 180 km y unos 8.500 metros de desnivel positivo, nos ha puesto piernas y pies en forma de cara a las próximas etapas. Tras mil kilómetros de travesía desde que partimos de Portbou, ahora comienza la parte más dura y compleja de todo el viaje, ya que queremos recorrer los Alpes evitando el asfalto en la medida de lo posible. En algunos tramos no sera fácil. En otros, resultará imposible. Pero todo esfuerzo se verá recompensado cuando nos adentremos en esos caminos solitarios y silenciosos que conducen hacia otros mundos.

Partimos de Courmayeur deshaciendo el camino que nos trajo aquí hace doce días, pero ahora en sentido contrario, con rumbo a Aosta. Esquivando la carretera nacional, que se adentra en un oscuro túnel, descubrimos el viejo trazado, hoy medio cubierto por la vegetación y los restos de desprendimientos que nos obligan a parar e izar las bicis. Entonces, sobre nuestras cabezas, avistamos una vieja calzada romana que se encarama por el acantilado.

Al llegar a Aosta, cuerpo y cerebro necesitan un respiro, por lo que entramos a visitar las ruinas de su anfiteatro romano, la catedral, los cimientos de una basílica paleocristiana, la panadería...

Con el estómago lleno de focaccia reiniciamos la marcha, pero esta vez por una ciclovía que nos lleva por la orilla sur del río Dora Baltea, enlazando subidas y bajadas que nos guían hasta acogedores pueblos que transpiran la decadencia y el olvido propios de décadas de abandono. El silencio reinante lo rompe sólo el caño de la fuente, que mana sin descanso desde hace más de cien años.

Así pasamos por Fenis, Arlier, Portey y llegamos a Chatillon, donde no nos queda otro remedio que tomar la carretera hasta Buisson, el primer pueblo del valle de Valtournenche desde el que se avista la inconfundible y piramidal silueta del Cervino, conocido como Matterhorn desde su otra vertiente.

Mientras la observamos boquiabiertos y emocionados, oímos el motor de un funivía que se encarama por la montaña. Se trata de un medio mecánico subvencionado –y, por tanto, barato– que accede a Chamois, donde no llegan los coches. Al tomarlo, nos ahorramos seguir pedaleando como almas en pena por la atestada carretera que sube hasta las pistas de esquí de Cervinia. Además, para llegar a Cheneil tendremos que superar un paso de montaña que promete emociones más sanas que la carretera.

El Col de Cheneil resulta exigente, sobre todo en sus primeros compases, pero también es generoso en panorámicas, pues al coronarlo se convierte en una ventana perfecta de la espectacular cara sur del Cervino, que se levanta majestuoso sobre el valle. El descenso será movidito, pero los ánimos están altos, ya que siempre alegra encontrar caminos sorpresa de última hora.

En Cheneil comienza el primer porteo serio del viaje: nada menos que 600 metros de desnivel hasta el Col des Fontaines (2.695 m) y el Col de Nannaz (2.773 m), para bajar después hasta Saint-Jacques. Dispuestos a afrontar el reto, trasladamos todo el equipaje pesado de las alforjas a la mochila de 40 litros que llevamos para estas ocasiones, nos calzamos las botas de trekking y empezamos a caminar.

Tras horas de esfuerzo, superamos el primer collado, descubriendo un singletrack de bajada tan limpio y tentador que resulta imposible seguir caminando. Incluso con las botas puestas y la pesada mochila nos subimos a las bicis para sentir la velocidad y el vértigo de la ladera, inclinada sobre una vaguada cubierta de pastos poblada por inquietas marmotas.

La fuerza de la gravedad nos lleva hasta una laguna, el lugar ideal para plantar la tienda, descansar y disfrutar de la puesta de sol, con vistas al Mont Blanc, el Gran Paradiso...

A la mañana siguiente, el sol calienta la tienda desde primera hora. Sin duda, es una de las ventajas de dormir en las alturas y no en el fondo del valle.

Reiniciamos el porteo sin prisas y cinco minutos después nos cruzamos con un habitante de las montañas, un soberbio íbice, conocido localmente como stambecco (Capra ibex), que camina tranquilamente por la misma senda que nosotros.

Enseguida coronamos el Col de Nannaz, desde donde se avista el Monte Rosa en todo su esplendor, con sus diversas cumbres de más de 4.000 metros, sus lenguas de glaciar, sus neveros perpétuos... En ese instante aparecen en escena seis figuras singulares que avanzan dando voces, entre risas e improperios. Son seis simpáticos bikers italianos que suben el mismo puerto que nosotros, pero en sentido opuesto, aunque sin alforjas ni tienda de camping. Caminan bici al hombro, felices, como verdaderos ciclistas de montaña. Nos cuentan que están haciendo el Tour del Monte Rosa en mountain bike, nos comentan cómo son los caminos que nos esperan y, tras despedirnos, oímos cómo el más joven de ellos, vista la carga que llevamos, promete a sus compinches no quejarse de nuevo.

El descenso hasta el refugio del Grand Tournalin (a 2.554 metros) lo hacemos a pie y con sumo cuidado, sobre todo en un tramo muy expuesto que supera una pared de roca muy vertical. Luego, con el equipaje de nuevo en las alforjas, una pista nos lleva sin dar una sola pedalada hasta Saint-Jacques y Champoluc.


Desde la pista de descenso, que nos pone a prueba con rampas realmente inclinadas y un firme muy deshecho, distinguimos claramente el Colle Bettaforca (2.672 m), supuestamente el siguiente obstáculo en nuestro itinerario. La pista brilla blanquecina, recta y severa, entre prados verdes, perfectamente paralela al cable y las torres de un telecabina que sube desde el valle. No se nos ocurre panorama más desalentador.

Al llegar a Champoluc empezamos a investigar en busca de una alternativa y enseguida nos decantamos por el Col Ranzola (2.170 m), que demandará un rato de porteo pero nos llevará por un paso de montaña más agradable y natural.

Será otro día de entretenida excursión, con casi mil metros de ascensión por una pista asfaltada que acaba convirtiéndose en un angosto sendero, siempre con el Mont Blanc brillando sobre el horizonte, a nuestras espaldas, y un nuevo y eterno descenso a través de un bosque colosal hasta Gressoney-Saint-Jean. Una vez más, otro valle, otro mundo.


La siguiente etapa es aún más incierta. Para afrontar el Passo dei Salati (2.936 m), debemos ir primero hasta Gressoney-La-Trinité por la carretera que serpentea a orillas del río, uniendo pueblos de apariencia germana. Llevamos varios días en zona walser, comunidad de origen alemán que ha poblado estos valles desde hace siglos.

El día no promete buenas vistas. Las nubes flotan bajas, como clavadas en los afilados campanarios que tocan puntualmente las horas, los cuartos, las llamadas a misa... Las oímos mientras encaramos las primeras cuestas, que trepan por un bosque camino del refugio de Gabiet (2.345 m), desde el desvío que parte poco antes de alcanzar Stafal.

El inicio del puerto es estimulante, suave y tranquilo, pero a partir de la cota 2.000 entramos en las pistas de esquí y la pendiente se dispara. Ahora la pista sube directísima hacia el lago Gabiet, con rampas constantes que rondan el 30% sobre un firme de piedras sueltas que nos obligan a dar un paso hacia delante y dos hacia atrás. Empujamos bañados en sudor durante más de una hora, impotentes, cuestionándonos el sentido de tal dispendio de energía, intentando conservar la paciencia, imaginando que más adelante la pista mejorará y podremos, al menos, caminar.

En poco más de un kilómetro ganamos 300 metros de desnivel. De repente, quizá a causa de nuestras plegarias, la pista se humaniza adoptando un 14% que ahora nos parece llano. La moral de la tropa mejora y sonreímos nuevamente hasta que la asfixiante y omnipresente niebla se retira unos segundos, mostrando el verdadero escenario de la gran batalla del día, permitiéndonos ver el trazado que sigue trepando los 600 metros restantes hasta la cumbre. Es una recta inmisericorde, una especie de rampa de lanzamiento hacia un inframundo tenebroso, un desierto rocoso desnudo e inhabitable. Para colmo, sobre ella cuelgan los cables de acero de un modernísimo telecabina que supera el desnivel en sólo nueve minutos.

Por una vez, la sensatez doblega nuestro espíritu sherpa y optamos por ponernos a la cola de montañeros que usan los remontes para ahorrarse unas horas de caminata en su ruta hacia las cumbres.

Minutos después respiramos a casi 3.000 metros de altitud. Subiendo así, este aire no sabe igual de bien, pero nos alegramos de haber tomado esta decisión.

El descenso sera igual de rápido a partir de Pianalunga, donde volvemos a montar en las bicis acometiendo una bajada trepidante en la que los frenos echan humo hasta Alagna Valsesia. Diez minutos después de llegar al camping, se desata la tormenta. Nos hemos salvado por los pelos.

Al día siguiente, la previsión meteorológica es igual de nefasta –lluvias tormentosas a partir de mediodía–, pero el panorama del camping no es mucho mejor. Además, hace días que esperamos llegar a este lugar con tal de enfrentarnos a una de las subidas más duras e impredecibles del viaje: el Colle del Turlo (2.738 m). Este viejo camino comunica la Alta Valsesia con los valles de Quarazza y Anzasca sin dar rodeo alguno.

La estrecha carretera acaba en la cascada de Acqua Bianca, tras pasar frente a una vieja y abandonada mina de oro. Aquí cambiamos los bultos de las alforjas a la mochila y enfilamos la vieja calzada.

Los primeros kilómetros se hacen fácilmente, pues las losas que la forman permanecen perfectamente dispuestas, pero más allá de la cota de los 2.000 metros el caos reina sobre todas las cosas. El porteo se endurece y el ritmo se ralentiza mientras avanzamos entre las nubes que vuelan valle arriba, en dirección al collado, que resulta invisible en estas condiciones. De vez en cuando, el paisaje reaparece para delatar la presencia de una cría de ciervo que anda desorientada entre la maleza de las cotas más bajas y de dos stambecco a la altura del lago del Turlo.

Tras cinco horas de porteo, coronamos felices, cansados pero no exhaustos, pues sabemos que ahora viene la mejor parte: la bajada.

Tal y como nos habían dicho, los primeros 500 metros de desnivel se conservan en perfecto estado. El camino empedrado pierde altura lentamente, dando infinidad de curvas que nos asoman a siniestros balcones entre roquedales y neveros. El firme es perfecto para ir en mountain bike, aunque con las bicis cargadas no todos los escalones parecen salvables.

Tras una hora de bajada, llegamos al refugio libre Emiliano Lanti, una cabaña de latón con nueve literas que convertimos en nuestro nuevo hogar en apenas cinco minutos. Otra vez hemos tenido mucha suerte. Cuando el agua del primer té empieza a hervir, suena el primer trueno. Al dar el primer sorbo, el granizo golpea la chapa de nuestra mansión.

La lluvia golpetea el tejado del refugio hasta la madrugada y por la mañana las nubes ocultan el valle. El descenso se alarga durante horas, casi siempre caminando, pues la vieja calzada ha desaparecido. El camino resucita a partir de otra vieja mina de oro llamada Crocette, donde volvemos a colocar el peso en las alforjas, con rumbo decidido hacia la civilización.

Iniciamos un largo descenso por el valle Anzasca atravesando fugazmente bonitos pueblos de casas con tejados de piedra –herencia de la cultura walser– hasta Domodossola, donde buscamos en vano un lugar para acampar. A falta de campings alargamos la etapa hasta Crodo, donde encontramos un Bed & Breakfast económico en el que no dan de desayunar pero nos dejan cocinar e incluso usar la lavadora. Bingo. Ya tocaba.

La dueña del B&B es una simpática mujer a la que no le gusta madrugar, muy amante de los animales –tiene seis gallinas, siete gatos y un perro al que la policía ha detenido varias veces por pasearse suelto por el pueblo–, que nos indica dónde ir a saborear pizzas artesanas a sólo 100 metros de la casa.

Definitivamente, Crodo nos atrapa, por lo que decidimos tomarnos un día de descanso en el que Piera, la propietaria, adopta a un gallo.

Con las fuerzas renovadas, iniciamos la ascensión hacia el Passo di San Giacomo (2.313 m), nuestra puerta de entrada a los Alpes suizos, en la que nos sentimos como la familia Trapp en la escena final de la película Sonrisas y lágrimas.

La subida es por pista de tierra totalmente ciclable y el descenso nos reserva algunos sorprendentes singletracks, además del primer vivac en territorio helvético, donde cabe señalar que está terminantemente prohibido acampar fuera de las zonas especialmente indicadas, es decir, los campings.

Al día siguiente continuamos hasta Airolo, primera localidad suiza de nuestro recorrido, en la que se desmoronan uno a uno todos los mitos que arrastrábamos ingenuamente desde la infancia: aquí también hay gente que tira las colillas al suelo, y papeles, incluso chicles; y no todos los conductores respetan las normas de circulación, los límites de velocidad o la distancia de seguridad que hay que dejar al adelantar a un ciclista. El tópico que sí se cumple es que los suizos resultan menos dados a la cháchara que sus vecinos italianos, que no parecen tener nunca prisa y siempre nos dan conversación. También se cumple la condena perpetua de los nada moderados precios, las amonestaciones por apoyar la bici donde no toca y la infinidad de saludos no devueltos por parte de los excursionistas y ciclistas que se cruzan en nuestro camino silenciosamente.

Por otro lado, a partir de Airolo descubrimos la extensa y perfectamente señalizada red de rutas cicloturistas y de mountain bike que cubre todo el país, y viajamos lejos de las carreteras hasta el lago Ritom, saltando hacia el Passo del Lucomagno (1.916 m) por el Passo dell’Uomo.

El resto de días en Suiza pedaleamos enlazando una ruta con otra, primero con rumbo a Chur, para después dirigirnos hacia Tiefencastel y Scuol, pasando por el Albulapass (2.312 m), para redondear nuestro periplo helvético con una etapa de puro mountain bike que nos conduce por el espectacular Pass da Costainas (2.251 m).

Pese a la belleza del lugar, a estas alturas en nuestras mentes sólo hay espacio para una imagen: los Dolomitas. Hacia allá nos dirigimos cruzando de nuevo la frontera suizoitaliana, donde nos esperan más de 100 km de ciclovía que nos llevan hasta la tierra natal de Reinhold Messner, el primer hombre que escaló el Everest sin ayuda de oxígeno suplementario y logró coronar las 14 cumbres más altas del mundo.

En Merano, rodeados de montañas, tras un fin de semana de descanso en la antigua capital del Tirol, volvemos a sentir el irrefrenable impulso hacia nuevos horizontes.

ES UNA RECTA INMISERICORDE, UNA ESPECIE DE RAMPA DE LANZAMIENTO HACIA UN INFRAMUNDO TENEBROSO, UN DESIERTO ROCOSO DESNUDO E INHABITABLE. PARA COLMO, SOBRE ELLA CUELGAN LOS CABLES DE ACERO DE UN MODERNÍSIMO TELECABINA QUE SUPERA EL DESNIVEL EN SÓLO 9 MINUTOS.

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